"Cuando despertó, se dio cuenta de que había dejado el reproductor encendido. Había estado sonando toda la noche, una y otra vez. En aquel instante, las notas de Treacherous le acariciaban suavemente los oídos dándole los buenos días. La chica del cabello castaño, medio dormida y con los ojos aún cerrados, se estiró entre sus sábanas. Se frotó los ojos para despejarse y sus pies tocaron el frío suelo de la habitación. Se estremeció al sentirlo, y se levantó de la cama. Una vez frente a la enorme y destartalada estantería, se puso de puntillas para alcanzar "Red", y lo sacó con mucho cuidado. Ya sonaba I knew you were trouble cuando la joven abrió la tapa del reproductor y, con más delicadeza aún, sacó el disco, que después de un año entero seguía perfecto, sin rayarse ni lo más mínimo. La chica sonrió orgullosa al contemplar lo cuidado que tenía aquel disco. En realidad, todos estaban así. Discos antiguos, discos que tenían al menos diez años, sin un solo rasguño.
Y es que aquellos discos eran su tesoro. La música era lo único que la mantenía viva. Los discos eran su tesoro, su posesión más preciada. Por supuesto, jamás dejaba a nadie acercarse a ellos. Sólo ella podía tocarlos.
Algunas personas creen que la música es algo sin importancia. Algo sin valor. Creen que mezclando un puñado de notas, varios gramos de letra y una cucharada de ritmo ¡bum!, mágicamente sale una canción. Pero las canciones, la música, es más que eso.
Para Amanda Lyen la música tenía más ingredientes que esos, que eran simples y sin significado. Para aquella extraña chica, la música contenía también un cubo entero de emociones, sentimientos y recuerdos. Y eso era lo más importante para ella. Lo que transmitía la música. Se podría decir que por las venas de Amanda no corría sangre, sino acordes. Respiraba melodías y no oxígeno.
Aquella mañana se vistió con una blusa de cuadros y unos jeans resquebrajados. Salió a la calle con los auriculares en los oídos, y le dio al play de la pantalla de su móvil. Summertime Sadness. Era mayo, y el aire de aquella pequeña ciudad se respiraba con dificultad, era denso y demasiado templado. La gente iba de un lado para otro sin reparos en nadie, a veces incluso avanzando a empujones. Tenían prisa por seguir con sus ajetreadas vidas. Amanda no tenía prisa. Y sus escasas ganas de vivir solo estaban alimentadas por sentir las emociones que las canciones le transmitían. Sólo una firme cuerda la sujetaba para que no cayese al vacío, y esa cuerda era la música.
Las personas se chocaban continuamente con ella, pero no le importaba. Dudo que se diese cuenta. Iba absorta en la melodía que resonaba en sus oídos. Ni siquiera oía el bullicio de la calle principal, del cláxon de los coches, ni de los conductores gritándose unos a otros. Casi todo el mundo estaba malhumorado, pero Amanda era la excepción.
Entonces, un grupo de personas se acercaron a la chica de la blusa de cuadros. Eran ellos los que habían hecho peligrar su vida.
-Eh, tú, estúpida -dijo uno de ellos.
Amanda no escuchó lo que el chico le decía, y siguió caminando. Pero los jóvenes, que tenían pinta de ser problemáticos, siguieron tras ella.
-¡Sorda! -le gritó una chica con el pelo en punta y la oreja perforada.
Los demás rieron.
Amanda no los vio hasta que el que la había llamado imbécil le dio un empujón por la espalda y estuvo a punto de caer al suelo. Se quitó los auriculares de los oídos, y, sin crisparse ni por un segundo, arqueó una ceja en señal de pregunta.
-¿Pero a ti qué te pasa? -dijo uno de los chicos-. ¿No escuchas?
-Déjala, Bryan, la pobre está sorda. O le pasa algo en el cerebro.
Todos volvieron a reír a carcajadas. La gente observaba con cautela, sin acercarse demasiado. Amanda no cambió su humor.
-Mi cerebro está bien, gracias -dijo.
-No era una pregunta, imbécil.
-No me importan vuestros comentarios -Amanda tenía un tono firme, seguro, y lo dijo con una sonrisa en su pálida cara-. No quiero que malgastéis vuestro tiempo en algo que no va a dar ningún fruto. ¿Qué conseguís con esto?
El grupo estaba descolocado, boquiabierto. No se esperaban esa respuesta.
-Y ahora, si me disculpáis, me voy -se colocó de nuevo los auriculares, esta vez a menos volumen-. Usad vuestro tiempo para algo más productivo, ¿sí? -les dedicó una sonrisa dulce, que en ese caso les molestó más que cualquier otra cosa.
Dana, una compañera de clase, salió de entre el bullicio de gente. Lo había observado todo.
-La última vez que te hicieron esto no respondiste así -dijo-. ¿Qué ha cambiado desde aquello?
Amanda esbozó una seria sonrisa.
La respuesta era la música.
Tenía a la música para salvarla."